Héctor Díaz Polanco

Díaz-Polanco, Héctor

An anthropologist and sociologist, is also a research professor of the Center for Research and Higher Education in Social Anthropology (CIESAS) of Mexico. He is renowned as an essayist on the subject of identity, autonomies, and political movements. He has published over 240 texts within his field of specialization, including 20 books as sole author and around 70 as co-author. He has acted as a consultant to the FAO (UN) on indigenous themes; the Nicaraguan government on the design of autonomies (1984-1990); the Zapatista Army for National Liberation (EZLN) during the San Andrés negotiations (1995-1996); and the Autonomous and Country Design Commissions of the National Constitutional Assembly of Bolivia (2007). He has won the International Essay Prize (under the auspices of Siglo XXI Editors, the UNAM and the University of Sinaloa), in 2005; and the Essay Prize of Casa de las Américas (Cuba) in 2008. Among others, Siglo XXI has published his works The Zapatista Rebellion and Autonomy (1997) and In Praise of Diversity: Globalization, multiculturalism and ethnophagia (2006).

miércoles, 22 de octubre de 2008

Los límites sociales y naturales del capital

El hombre de hierro de Armando Bartra

Héctor Díaz-Polanco


El hombre de hierro. Los límites sociales y naturales del capital, de Armando Bartra, es un libro que dará mucho de qué hablar y mucho sobre qué reflexionar en los próximos años. Se trata de una obra de madurez, meditada, expuesta en sus múltiples pliegues con la maestría que dan los años y la experiencia de un pensador mexicano que ya no se cuece al primer hervor ni al primer fervor.
Es un texto complejo, pero límpido en sus ideas centrales y en sus argumentaciones. Sin duda es un libro con aristas filosóficas, que no rehúsa las formulaciones de cuestiones a veces complejas. Sin embargo, no hay en él oscuridades. Por el contrario, se trata de un trabajo claridoso, directo, que va al grano de los desafíos que enfrenta la humanidad ante el monstruo sistémico y global: el que resume la feliz expresión de “hombre de hierro”.
Puede leerse en la dirección acostumbrada y de un tirón. Es lo aconsejable. Pero también se puede sacar provecho de la lectura puntual de determinados capítulos, caracterizados por su redondez. En todo caso, es recomendable leerlo despacio, saboreando el condimento de su fraseo.
Porque una de las características notables de este libro, aparte de su contenido (desde luego) es la forma: quiero decir, el “estilo” que le imprime el autor. Armando Bartra ha ido construyendo una escritura propia, peculiar, que aprovecha la potencia expresiva del habla popular mexicana. Esto, me parece, hace no sólo más placentera la lectura, sino que la convierte en una exploración de nuevas significaciones que brotan de las iluminaciones del lenguaje.
La obra está emparentada con una anterior del mismo autor. Me refiero a
El capital en su laberinto. De la renta de la tierra a la renta de la vida (2007), en la que se abordaron los nuevos peligros y las amenazas que derivaban de las andanzas del capital por los caminos del control de la vida, en su afán de estandarizar, homogenizar, controlar, acicateado por su histórica obsesión: el lucro, la obtención de máxima ganancia, sin importar el costo social y ecológico.
Arm
ando recordaba entonces, con peculiar lenguaje, que “desde chico” el capitalismo estuvo obsesionado por el “emparejamiento” en el campo, con lo que engendró rentas agrícolas (absoluta y diferencial). Pero este sueño decimonónico del capitalismo sólo se vino a realizar a fines del siglo XX, “cuando, al descifrar el germoplasma, la biotecnología creyó haberse apropiado—ahora sí—de las fuerzas productivas de la vida, que en adelante podrían ser aisladas y reproducidas, intervenidas y, sobre todo, patentadas” (373).
El gran dinero andaba de fiesta, escribió Bartra. Pues ahora, “la nueva productividad” dependería “cada vez menos de la heterogeneidad agroecológica, de modo que, al irse independizando los rendimientos de condiciones naturales diversas y escasas, menguan también las rentas diferenciales, sobrepago que en el pasado pervirtieron el reparto del excedente económico y que hacían necesario apelar al Estado y los campesinos como alternativa al indeseable y costoso monopolio agrícola privado”.
Pero aquí estaba la “paradoja” (y el potencial drama humano): “la tendencial extinción de la vieja renta de la tierra” coincidía “con el debut de la flamante renta de la vida.” Y es que con las “alambradas” genómicas que ahora tendía el capital, se trataba de monopolizar “un bien infinitamente más rentable que la tierra del que dependen la agricultura, la farmacéutica, los cosméticos y una porción creciente de la expansiva industria química”. Ahora el capital se proponía lo mismo controlar la diversidad biológica que, como intenta hacerlo desesperadamente de un tiempo a esta parte, la diversidad sociocultural (incluyendo el control sobre esa realidad esquiva que los antropólogos han estudiado desde los albores de la disciplina: las identidades étnicas, cuestión que estudié en mi último libro Elogio de la diversidad).
Bartra nos advertía entonces contra el “riesgo enorme” de dejar en manos de un puñado de transnacionales una cuestión tan esencial. Uno de esos riesgos era que “habiendo bancos de germoplasma ‘ex situ’ ya no importa[ba] arrasar bosques, selvas y policultivos para establecer vertiginosas plantaciones especializadas, ni preocupa[ba] que el genoma silvestre o históricamente domesticado se contamin[ase] de transgénicos...” Nos jugábamos el pellejo, advertía el autor: las “industrias de la vida” del capital son, en verdad, “industrias de la muerte.” Así quedaba configurada la gran problemática de nuestro tiempo, esto es, “la contradicción entre la uniformidad tecnológica, económica y social que demanda el orden del mercado absoluto [por una parte] y la insoslayable diversidad biológica, productiva y societaria consustancial a la naturaleza y al hombre... [por otra]”.
Era la síntesis de todo un programa de investigación que reclamaba su desarrollo, y que requería ampliarlo a sus múltiples vertientes y sus implicaciones globales. Esto es lo que ha intentado Bartra en su siguiente obra, la que nos ocupa, como la consecuente aproximación a algunas de las cuestiones cruciales que brotan en El laberinto... En El hombre de hierro, hay un despliegue ampliado, con una perspectiva global vigorizada.
En síntesis, se trata de analizar las inclinaciones, las pulsaciones, las obsesiones uniformadoras de lo que el autor llama el “sistema del mercantilismo absoluto”, y de las consecuencias de todo tipo (sociales, culturales, ecológicas, políticas, etc.) que resultan de su accionar obcecado.
El monstruo ya no es el Estado-nación, “sino la bestia global”. El nuevo “ogro desalmado es el capitalismo planetario y rapaz del nuevo siglo: un sistema predador, torpe y fiero; un orden antropófago; un imperio desmesurado que, como nunca, espanta: un asesino serial con arsenales nucleares”. Es una bestia sistémica que resulta más feroz en la medida en que fracasa en la persecución de sus fines, pues también ella persigue utopías irrealizables, alcanzar metas que resultan imposibles porque se enfrentan a límites y resistencias. Esos límites se resumen en la heterogeneidad, la diversidad y el pluralismo. Así, mientras en el siglo XIX “el planeta parecía encaminarse a la homogeneidad”, en cambio “en el XXI es patente que [...] la diversidad está aquí para quedarse. Por fortuna” (23). El capitalismo busca afanosamente carcomer la biodiversidad y barrer “con los pluralismos étnicos y culturales no domesticables”. Y es allí donde el autor ve los límites (sociales y naturales) del capital y, por tanto, donde se sitúan los puntos estratégicos de una resistencia creativa a dicho sistema.
Y es que tales límites parecen infranqueables. Pero no pueden dejarse a merced de sus efectos automáticos. Requieren de acciones conscientes, de sujetos que actúan con una direccionalidad y, en la medida de lo posible, con un plan diseñado al efecto (aunque no puedan predeterminarse todos sus detalles). Pues aunque el mercantilismo se enfrente a esos límites insalvables, en el trance de su búsqueda ciega del lucro, podría (aún sin alcanzar sus propósitos uniformadores) destruir las condiciones de reproducción humana en el planeta. Quizás no podría nunca uniformizar el mundo a su imagen y según sus propósitos; pero podría destruirlo. La visión de esta eventualidad terrible es un elemento subyacente en el análisis de Bartra. Y es por eso que agrega: “Así, quienes siempre reivindicamos la igualdad debemos propugnar por el reconocimiento de las diferencias”. No de cualquiera: “No los particularismos exasperados que babelizan las sociedades, no las identidades presuntamente originarias, inmutables, esencialistas y excluyentes. La diversidad virtuosa y posglobal es la pluralidad entre pares, la que construye a partir de la universalidad como sustrato común” (24). La uniformidad mercantilista es irrealizable porque se enfrenta a la heterogeneidad “técnica, socioeconómica y cultural” que establece el límite del capitalismo en dos sentidos: “como contradicción estructural”, pero también como “germen de una socialidad y una economía otras”.
La nueva subjetividad que construye esta nueva socialidad (así como las nuevas relaciones económicas) no es globalifóbica, sino globalicrítica, es altermundista. En cambio, el imperio, sus organismos multilaterales, sus transnacionales, son globalifágicos, “glotones irredentos”. Vale decir que lo suyo “no es amor por la globalidad sino hambre insaciable de acumulación planetaria”. Frente a esto, el autor imagina una nueva Arcadia que no es el “viejo socialismo” ni un orden absoluto y definitivo, “sino mundos colindantes, entreverados, sobrepuestos, paralelos, sucesivos, alternantes...” Ya no más las utopías siempre posdatadas, que sólo tienen que ver con el futuro, pero no con el presente. Lo que necesitamos, dice, es “proyectos que fertilicen el presente, lazos al futuro que le den sentido al aquí y al ahora” (33).

Bartra da un salto —en parte apoyado en Marx y sin obviar las críticas a sus devaneos tecnologicistas— por lo que hace a la evaluación de la tecnología y su papel histórico. Como se sabe, una tradición en la izquierda, depositó en el desarrollo tecnológico esperanzas desaforadas, fundadas en una peculiar idea sobre el desarrollo de las fuerzas productivas. Partiendo de la experiencia de los luddistas y de la premonición contenida en la obra Frankenstein de Mary Shelley, entre otras fuentes, el autor asume el siguiente aserto: “las máquinas engendran monstruos”. Los luddistas entran a la historia como reaccionarios. Bartra, en cambio, asume la idea de Marx de que en la acción de esos desesperados que destruían máquinas (de esos “maquinófobos”) se encontraba la primera intuición de los efectos expansivos del hombre de hierro como opuesto al hombre de carne y hueso.
Pero Bartra no cree que la radicalidad consista en desviar los ataques, pasando de las arremetidas contra las máquinas (y en general, la tecnología como construcción de autómatas y de uniformidades) a los embates contra la forma social de explotación de los capitalistas, como quedó establecido en la izquierda marxista tradicional. Se trata, dice, “de articular un cuestionamiento integral —o ‘real’— del mercantilismo absoluto que incluya tanto su contenido material como su forma económica. En esta perspectiva el ecologismo radical y otras modalidades recientes del pensamiento crítico representan una especie de negación de la negación que recupera, trascendiéndolo, el núcleo racional del luddismo. Una suerte de ‘luddismo científico’ que, sin desconocerlo, va más allá del viejo ‘luddismo utópico’”. (40-41).
Al análisis del monstruo de hierro en sus múltiples manifestaciones dedica el autor uno de los capítulos más ricos y estimulantes de su ensayo: el monstruo agreste del emparejamiento rural, que más bien cosechó revoluciones campesinas; el apocalíptico que crea “cosas” (bombas, etc.) que amenazan y que, en palabras de Thompson, convierten el exterminio no en una cuestión de “clases”, sino en una cuestión de “especie”; el de los confines, al que dedicó páginas brillantes el antillano (martiniqueño para más señas, que no africano como supone el autor, aunque casi) Frantz Fanon a mediados del siglo pasado, prefigurando el “colonialismo interno” como otra expresión de la dominación en otros confines; el interior, que procura interiorizar el aparato, hacer también subjetiva, íntima, la alienación, con lo que, según la formulación de Marcuse, la libertad se convierte en “una forma de poder”; el ilustrado, que cambia el carácter de los llamados “bienes culturales” y busca que “los productos del espíritu” ya no sean “también mercancías”, sino que lo sean “íntegramente” (Adorno), y que “el hombre de hierro mediático”, dice Bartra, pase de ser “el autómata audiovisual que nos entretiene a ser también el autócrata electrónico que nos gobierna” (56); el electrodoméstico, el “hombre de hierro hogareño que, a la postre, resulta tan opresivo y siniestro como el fabril”; el “habitado” que aplica la tecnología del capital a la ciudad, que también funciona como fábrica, “la inclemente máquina de vivir”; el insostenible, ecocida, el de los transgénicos, el de la destrucción de la vida; el binario, patentador de ideas, monopolizador de datos, de metodologías, el de las “bardas virtuales” y “los alambres de púas digitales”, que lleva a “una crisis de la ecología intelectual semejante a la catástrofe ambiental que provocan sus torpes modos de intervenir en la naturaleza” (68).
Frente a estos monstruos (o mejor: frente a las diversas manifestaciones del mismo monstruo mercantilista, autorregulado, que, según lo sintetizó Polanyi, produjo la “gran transformación” a cuyos efectos nos enfrentamos hoy, ya al borde del abismo) el autor observa a una multiplicidad de sujetos que luchan y lo combaten: “la necesidad de trascender el reduccionismo clasista como clave del conflicto social se evidencia en el hecho de que la relación económica capital-trabajo es unidimensional, mientras que la contradicción entre el mercantilismo absoluto y el binomio hombre-naturaleza es polimorfa”.
Al gran dinero, dice Bartra, lo anima una “compulsión omnifágica”; pero “se le atragantan muchas golosinas, en especial el hombre y la naturaleza, factores de la producción insoslayables pero tercamente irreductibles a la reproducción mercantil” (71). El capitalismo “quiere devorarlo todo pero le hace daño”.
“Así las cosas —concluye el autor— el revire de los luddistas, que más que irse contra la plusvalía la emprendían a marrazos contra máquinas y fábricas, resulta paradigmático de la lucha contra el monstruo polimorfo, de la resistencia del ‘hombre de carne y hueso’ al acoso del hombre de hierro”.
Es un ensayo que debe leerse con atención.

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Armando Bartra, El hombre de hierro. Los límites sociales y naturales del capital, UACM/UAM/Editorial Itaca, México, 2008.

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